Comentario
Le evolución sufrida por América Latina a lo largo de los primeros años de la guerra resulta de especial interés, tanto con respecto a la evolución interna de cada país como en relación a la situación internacional en su conjunto. Para entonces, se mostraban de forma todavía muy marcada los efectos de la crisis de 1929, como consecuencia de la debilidad intrínseca de sus estructuras económicas. Sobre el plano político, el recurso a la dictadura militar sigue siendo el método más utilizado en general, salvo en casos muy aislados de entre los que México presenta características especiales. Además, llegado el año 1941, cuando las armas alemanas ostentan su máxima pujanza en detrimento de los valores democráticos, las actitudes de signo fascista existentes en el interior de las sociedades latinoamericanas se ven impulsadas de la forma más decidida.
El auge de las ideologías de corte nazi y fascista se mostraba más fuerte en los países que habían alcanzado un mayor grado de desarrollo social y económico. Países que incluso se habían dotado de instituciones políticas que, aunque imperfectas e ineficaces, trataban de reproducir de forma aparente las formas democráticas existentes en Europa y los Estados Unidos. Proliferaron de esta forma los movimientos inspirados en los totalitarismos reaccionarios, fomentados además por la actividad de los extensos grupos de emigrantes europeos y aún por agentes del Eje. Brasil, Chile y Argentina observaron así el arraigo de actitudes de este signo, subvencionadas tanto desde el exterior como por sectores de las respectivas oligarquías nacionales y del Ejército.
Sin embargo, estas posiciones no serían en definitiva capaces de sustituir a las formas tradicionales de dominio de corte conservador que actuaban como elementos de control de las poblaciones. El New Deal había impulsado desde los Estados Unidos un cierto grado de renovación de estructuras en los vecinos del sur, pero a pesar de todo se manifestaba de la forma más evidente la persistencia de unos usos tradicionales que invalidaban toda posibilidad dirigida en este sentido. En 1939 algunos de los países del área se habían visto positivamente afectados por la presencia de los exiliados procedentes del bando republicano vencido en la guerra civil española. Sobre todo México, Argentina y el área del Caribe habían recibido a estos contingentes humanos de ideología progresista, que habían de influir decisivamente sobre sus estratos sociales medios.
Inmediatamente después del inicio de la guerra en Europa, una conferencia interamericana celebrada en Panamá había servido como instrumento formal a los Estados Unidos para imponer sobre la totalidad del continente una expresa neutralidad ante el conflicto. Así, al mismo tiempo que se impedía toda acción que beneficiase a las potencias del Eje en América se intentaba desarraigar cualquier brote filonazi que pudiese adquirir dimensiones preocupantes.
Los gobernantes latinoamericanos tenían una clara conciencia de su absoluta inclusión dentro del grupo de los futuros aliados liderados por Washington. Así, con ocasión del episodio de Pearl Harbor los países más dependientes del gran vecino del norte -los cinco centroamericanos y los de las Antillas- declararían de forma inmediata la guerra a las potencias del Eje. Otros, manteniendo unos lazos de sujeción más laxos, reaccionaron en el mismo sentido, pero asumiendo actitudes menos extremas. Los situados en la parte más meridional del continente -que, por otra parte, habían sido los más receptivos a la propaganda nazi-fascista- actuaron de forma más neutra, llegándose incluso en el caso de la Argentina de Perón, ya en 1943, a la adopción de una política abiertamente proalemana.